Artículo publicado en la revista LECOMENTS en enero de 2008

… aún algo dormido me detengo a ver desde mi ventana una ciudad llena de edificios, calles y vehículos, con sus peatones nerviosos que llegan tarde a sus trabajos,  policías arrestando a pirados, vagabundos reptando por las aceras pidiendo caridad a quien pasa, taxistas enfadados atrapados en interminables atascos, poderosos empresarios alojados en sus berlinas con chofer, prostitutas que seducen a diligentes papás que llevan a sus hijos al colegio, adolescentes que roban a monjas con toca, colegialas que pasan droga para conseguir el último modelo de móvil, y un viejo perro tullido y solitario dispuesto a cualquier cosa por un poco de cariño; la cotidiana estampa de contrastes de cada mañana.

Bebo mi té caliente lo más rápido que puedo y derramo una gota sobre mi camisa sin darme cuenta, un día más comienza en mi monótona vida. He de darme prisa o perderé el metro de las 7,45 a.m. En quince minutos estaré en las oficinas centrales, donde mi jefe de planta me tendrá preparada una tarea muy importante que habrá que terminar a toda prisa esta misma mañana y que seguramente no haré bien. Hasta las 8.30 p.m. no volveré a ser dueño de mi tiempo…

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…atravieso el hall del Trade de oficinas y me lanzo a la calle; ya es de noche. El resto del mundo está allí para recibirme, me empuja un grupo de punkies que pasa por mi lado, en seguida, comienzo a andar sin un destino concreto, llueve y no me paro a decidir dónde ir. La costumbre me guía por las calles recorriendo el camino de siempre, intento resguardecerme de la lluvia acercándome a los escaparates de las tiendas, soy un esclavo de la costumbre y mis pies ya están programados para repetir siempre el mismo trayecto, el que me lleva al bloque de apartamentos donde vivo, en el barrio oeste de la ciudad.

Un fuerte olor agrio a kebab me asalta y aturdido decido hoy no coger el metro, no me apetece sentirme apretado y no llego tarde a ninguna parte. La lluvia vacía las calles de peatones y prefiero caminar para tener oportunidad de respirar el aire frío y húmedo. Veo un par de personas a lo lejos, y otro más allá girando la calle hacia el pasaje comercial, andamos en diferentes direcciones, pero todos vamos al mismo sitio, al lugar donde somos libres, donde dormimos todas las noches, donde tenemos tiempo para pensar, para decidir qué hacer con el resto de tiempo que nos queda tras otro día más de trabajo, donde guardamos nuestras fotos y recuerdos, donde a algunos les esperan sus seres queridos, el hogar.

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El semáforo está en verde para los vehículos y me quedo mirando fijamente la hipnotizadora figura roja que espera de pie. La lluvia que cae, va llenando de gotas las lentes de mis gafas, y la visión se difumina. La ciudad son todo luces que se extienden y entremezclan en un fondo negro con un incesante ruido de motores en marcha, cláxones y pitidos de guardias urbanos estresados por una tarea imposible, la de organizar el tráfico. Un trueno me saca de mis pensamientos y reinicio mi camino. La tienda de electrodomésticos del callejón tiene en oferta un magnífico televisor de plasma de 64 pulgadas que no compraré nunca.

Mi bloque de apartamentos ya se ve al fondo de la avenida, estoy un poco mojado pero me alegro al ver que dentro de un rato me habré puesto ropa seca y ya no pasaré frío, me apetece llegar a casa y poder observar la ciudad bañada por la lluvia desde mi apartamento. Ya queda menos, el trayecto se hace largo, ando sólo por la inmensa avenida y el viento y la lluvia me empujan hacia delante, la ciudad no quiere soñadores en sus calles y me reta a mirar de nuevo la verdad desde mi ventana de la planta 57.

El característico olor a metal oxidado del zaguán del bloque de apartamentos me da la bienvenida una vez más y tengo un recuerdo fugaz de la primera vez que entré en el edificio; no podía imaginarme en aquel momento que ahora seguiría aquí.  Subo cinco escalones y entro en el elevador. En la ascensión hasta mi planta me percato de mi respiración acelerada y profunda, mi forma física es lamentable y siento que va a ser difícil que vaya a mejor, una vida sedentaria y urbana no ayudará. En el espejo no me reconozco, ¿dónde está aquel joven entusiasta?. Me siento impulsado a cambiarlo todo. A pasar a limpio este episodio continúo que es mi vida.

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Desde mi ventana observo la noche, la lluvia lo inunda todo y los truenos  estallan amenazantes. Sobre el laberinto de antenas, los relámpagos reptan como serpientes eléctricas y convierten a los gigantes de hormigón y acero en cabezas de hidras que nunca duermen, y que con sus luces intermitentes e hipnóticas guían a batallones de cívicos borrachos a las fauces de sus hogares, donde serán engullidos por el hastío y la desesperanza.

Inmensa, sucia, ruidosa y maloliente, ya no distingo la peste del aroma y sus múltiples olores la hacen infinita en cada giro de cada esquina. Húmeda y fría, plana de sentimiento y palpitante de violencia, pero resulta que es mi ciudad, donde sobrevivo día tras día, donde envejezco abrumado por su poder de atracción. Me pregunto qué hago aquí. El resumen de mi vida será fácil: todo ocurrió aquí.

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